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Fábrica de sueños

Por la ventana de mi piso de París se ve una alfombra blanca cubriendo los techos de las casas. Doy unos pasos acercándome a ella y me asomo. Este paisaje blanco me recuerda a Austria. Cuando nevaba en Viena era una ciudad hermosa, la hermosa. De nuevo froto mis brazos, hace frío. Cierro los ojos y aspiro profundamente el olor de pinturas y disolventes que inunda la estancia. Ese olor penetra por mi nariz, deslizándose por el alma hasta detenerse en mi corazón, vistiéndolo con tonos dorados. Ese olor siempre me recuerda a él. Cierro los ojos e invoco su imagen.                                                                                                                                                                   

Miré por la ventana, las casitas y calles de Viena estaban nevadas. Giré sobre mis talones, parpadeé y lo miré. Le sonrió. Y él, ladeando la cabeza me respondió con un guiño. Pero inmediatamente volvió a sumergirse en la gigantesca tela en la que estaba trabajando. Mis pasos se encaminaron hacia él y mi corazón también. Estaba vestida con una túnica blanca, preparada para la nueva creación de mi profesor, el gran maestro de toda Austria. Yo era su alumna, la favorita, según él. Y su amante… Su estudio era una estancia no muy grande, donde bailan deseos, colores y sueños.  En ocasiones, por la mañana, en el estudio de Gustav Klimt la gente me detenía para saber cómo era la habitación donde ir él pintaba. Siempre contesté lo mismo: que era una fábrica de sueños donde reinaba el orden en el desorden. A continuación alzaba la mirada a las nubes y les explicaba:                                                                                       

 

El estudio olía a colores líquidos y a pasión. A sueños dorados, a melancolía. Tenía un gran ventanal donde habitaba una cortina de corte veneciano… imaginaba que cuando era nueva debía haber sido majestuosa. Pero en esos momentos parecía un ser dormido, manchado con diferentes pinceladas. La música de Mozart se escapaba del gramófono elegante y colosal. A Gustav le gustaba crear así… Decía que cada una de las notas le penetraba por los poros de la piel, fluía por la sangre y en su cerebro las transformaba en creatividad. De esa manera el pincel correteaba sin obstáculo ninguno por la tela del cuadro. Al lado del gramófono siempre estaba reposando un vaso medio lleno de un café aburrido. A mi maestro le encantaba beber a sorbos tan espaciados que había días en los que anochecía y el café seguía allí, escuálido. En el suelo estaban desperdigados sus bártulos de pintura: pinceles de diferentes tamaños, trapos manchados de colores, botes de aguarrás, espátulas, paletas… Las salpicaduras adheridas hacían de las paredes cuadros de dibujos abstractos, todo un reto para un distinguido miembro de art nouveau. Lo que más me gustaba del estudio era la “tarima mágica”, como la llamaba. Era una plataforma de madera cubierta por una sábana amarillenta, a ella se habían subido las mujeres más bellas de todo el Imperio Austro Húngaro. Pero en aquella ocasión la reina sería yo, era mi momento. Justo delante de esa tarima estaba Gustav, se colocaba detrás del caballete. El cuadro medía 180 por 180 centímetros.

 

Nos llevó dos días encontrar la postura ideal, él era un hombre que no se dejaba llevar por las primeras ideas. Buscamos y cambiamos unas cincuenta veces de postura. Después de discutir y hacer infinitas combinaciones dimos con la posición adecuada. Me subí y me puse de rodillas sobre la plataforma con los pies fuera, mi cuerpo estaba cubierto con una fina túnica blanca. Ladeé la cara y dulcifique la expresión. En ese momento Gustav se levantó y se dirigió hacía mí. Se inclinó y entre sus manos cogió mi cara dulcemente Me beso en la mejilla. Así... No te muevas, me susurra. 

 

El cuadro se titulo El beso.

Pili Egea

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