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Tiempos de revolución

Relájate. Ya no sientes nada. Nada. Estás volando…

 

Morelos, 1919.  Tiempos de revolución y fatalidad.

 

Es una revolución horrorosa, de sangre y poder, donde niños y ancianos mueren de hambre cada día. Apenas ya tenemos maizales y los animales se mueren siendo sólo un par de pellejos secos. Estos son los tiempos de revolución. Humillada, acabada y derrotada. Esto es el fin de la revolución; de nuestras vidas también.

 

Como cada amanecer bajo a lavar al río ropa de mi madre y mía. Al acercarme a la orilla y ver mi rostro reflejado en sus aguas, mi cuerpo se estremece y se hunde en la más absoluta soledad. Hubo un día que estas aguas me mostraron lo bonito de mí. Cuando él estaba aquí y me hacía el amor a luz de la luna, me sentía la muchacha más feliz de toda región. Soy hija única. Según cuenta mamá, cuando me dio a luz, le costo tantas lágrimas que prometió a la virgencita de Guadalupe que no iba ha tener más hijos. Y así fue. Con el paso de los años, mis padres no llegaron ni a rozarse, al menos en mi presencia. Papá hace un año que murió por el honor del pueblo; lo mataron de un tiro al corazón. Al enterarnos, mamá pareció no inmutarse nada. Mi padre estaba bajo su mando. Del hombre que me cambió la vida y mi cuerpo. Él.

 

Esa fue una noche calmada, y era extraño, puesto que las gentes de este lugar estamos acostumbrados al atroz silbido de los balazos. Pero esa noche reinaba el silencio; el cielo se exhibía como un gran manto donde las estrellas brillaban con distintos resplandores bajo la vigilancia de la luna. Ese mismo día mamá y yo habíamos tenido una pelea muy chinga; ya estaba harta de hacer siempre lo que me mandara. Mi vida sólo era levantarme, preparar el desayuno, bajar la ropa, cuidar a los moribundos de ese día, aguantar las amarguras e insultos de mamá y hacer la cena. Ya no lo soporté, aquella noche cogí una tela con la que me tapaba al dormir, me la puse sobre los hombros y fui al río con la intención de guarnecerme debajo de un árbol toda la madrugada. Me dormí bajo el inmenso cielo mexicano, estrelladísimo, y la fresca brisa. Debía ser las dos cuando me de despertó el galopar de un caballo. Me puse de pie rápido, agarre la tela y corrí hacia unos maizales que estaban cerca de la orilla y me escondí entre ellos. Aparté las hojas para ver quien era. El caballo se detuvo a unos metros de mí y la sombra del jinete lo desmontó. Se acercó al río y la luna le iluminó la cara; era Emiliano Zapata. Retrocedí unos pasos. Emiliano se saco la camisa, con agua se mojó el rostro, el cuello y el pecho. Su piel curtida brilló sobre sus músculos.  Avancé un paso y me tropecé con la falda, Emiliano desenfundó la pistola de su cinto y apuntó hacía los maizales. 

- Perdone don Emiliano –le dije, mientras temblaba como una hojita-. Sólo estaba durmiendo…

Salí de entre los maizales. Me miró. Recorrió con sus ojos ardientes todo mi cuerpo, se detuvo en los labios. Emiliano se aproximó paso a paso, me cogió de la mano y de un golpe me atrajo hacía su lado. Estábamos tan cerca que su respiración acariciaba mi mejilla. Me besó muy profundamente. Me arrancó la blusa, cogiéndome por la cintura nos dejamos caer sobre la hierba. En la orilla, me transforme en líquido, e igual que el río, mi cuerpo fluyo como agua.

 

Al día siguiente me despertaron los débiles rayos del sol. Pensé que serían las seis de la mañana, no más. Mamá estaba aun durmiendo. Me levanté suavecito para no despertarla. Salí de la casa y respiré muy hondo, aun había gotas de agua en el verde de la vegetación y los pájaros se desperezaban dando paso a sus trinos. Me acerque a un pequeño lago y al verme reflejada vino a mi memoria Emiliano. Me toque el rostro y deslice las manos por el cuello ¿qué había hecho, virgencita? Me iban a condenar al infierno; tiene mujer e hijos. Junte las palmas y le pedí perdón por el terrible pecado que cometí ayer. De pronto, unos llantos desgarradores y un galopar de caballos, interrumpieron mis oraciones. Me puse en pie, cogí mi falda y eche a correr asustada a la aldea. Al llegar, entre el enjambre de personas; en medio estaba Gordiano, hijo de doña Cleta, vecina de la choza del lado de la nuestra. El chamaco, de nueve años, yacía tumbado encima de un manto de sangre, sus ojos desorbitados reflejaban terror. Un puñal estaba cruelmente clavado en su panza, y por las comisuras de los labios se le escapaba un hilito de color escarlata. Fui hacia él, de un golpe enérgico rompí un trozo de tela, me arrodille, cogí el puñal y se lo arranque de su vientre. Hace una pelota con la ropa y le taponé la herida. A los pocos minutos Gordiano murió en los brazos y entre gemidos incontrolables de su mamá. Me aleje de su menudo cuerpo y de doña Cleta. Al pasar entre la gente oí a unos hombres que estaban platicando lo sucedido: al amanecer unos bandidos habían llegado a la aldea con la idea de robar las pocas gallinas que teníamos. Se ve que el chamaquito ya estaba levantado y pilló a los saqueadores en pleno trabajo. Tras un forcejeo con el pobre chavo, le hincaron el puñal.

 

Estaba preparando, al mediodía, el mole y las tortas de maíz cuando madre apareció ante mí con cara arrugada y la mirada de hielo.

- ¿Dónde estuviste ayer a la madrugada, pendeja? –me escupió.

- Fui al río y quede dormida –le explique con la cara gacha.- Sólo es eso, madre…

- ¡Mala mujer! Al río, por la noche, sólo van mujerzuelas –me reprochó mientras tiraba fuertemente de mi pelo-. Eres una güila… ¡Qué van ha pensar de mí!

Solté un grito de dolor y humillación, cogí mi cabellera intentando que madre me la soltara. Pero no lo conseguí. Ella se sentó en un trozo de tronco, y con mi cabello aun en sus manos me obligo a ponerme de rodillas delante. Hizo que mi cuerpo se doblara y me apoyara encima de sus piernas. Subió mi falda dejando mi trasero al aire. Me pego con un palo de madera; paró cuando mis nalgas ya sangraban. Al anochecer, cuando mamá dormía, baje al río dolorida y con la humillación en la garganta. Pasaron las horas y Emiliano no apareció. Agotada y con los ojos ya secos de derramar penas, regresó a mi choza.

 

A los dos días, cuando estaba recogiendo maíz junto a otras muchachas y platicábamos sobre el calor que hacia, escuchamos un tumultuoso galopar, estaban acercándose. Dejamos las mazorcas en los capazos y fuimos a ver lo que pasaba en la aldea. Era el ejército de Zapata, y traían heridos de bala. Emiliano y sus soldados desmontaron rápidamente. Él se cargó a los hombros un moribundo que llevaba en su caballo. Me apresuré hacia él, pero me detuve al oír unas lamentaciones; era la esposa de Emiliano Zapata. Ella corría con los brazos extendidos, detrás iban sus hijos.  Miré a todos los lados: gritos, sangre, lamentos, sudor, suspiros, olor a muerte… Las mujeres corrían en busca de esposos con sus bebes colgados a la cintura. Otras gritaban en llanto al darse cuenta que sus esposos estaban malheridos. Vi como la esposa de Zapata lo abrazaba, le daba besos en la cara y lloraba en su pecho­. Él ladeo la cabeza y se dio cuenta que yo estaba allí. Su mirada calcinó mi alma, apenas pude sostenerla unos segundos porque enrojecí de vergüenza. Alguien tropezó conmigo y me gire para saber quién era. Vi a una muchacha que estaba conmigo recogiendo maíz, apenas debía de tener catorce años. 

- ¡Venga, muévete! –me gritaba la chamaca con los cabellos húmedos pegadosen la cara-. ¡Hay muchos heridos, necesitamos manos!

Hice un nudo rápido en la falda descubriéndome las rodillas y eché a correr. El primer herido que me encontré llevaba la camisa abierta, y a la altura de las costillas tenía una herida de bala. Calculé que tenía un diámetro de tres centímetros de salida, tenía otra que estaba en un muslo, ésta era mucho más pequeña. Me arrodille y le puse la cabeza en mi regazo pero sus ojos ya estaban fijos. Me levante apresuradamente y me acerque a otro herido. Era don Eustaquio, esposo de doña Crespina, nuestros vecinos de choza. Me pidió agua. En una carrera fui hacia un cubo de agua, le llene un cuenco y se lo lleve. Le ayude a incorporarse y acerque el cuenco a sus labios. Se lo bebió todo; dejo reposar la cabeza entre mis brazos.

- Di… dile a mis hijos que su padre murió por el pueblo de Morelos y en nombre de Emiliano Zapata –dijo entrecortadamente el moribundo.

 

La luna aquella noche brillaba con una rabia inusitada. Andaba por el camino que llevaba al río con la desesperanza invadiendo mi garganta. La crueldad me golpeaba con fuerza mis sienes. Caminaba hacía el río y no sabía por qué pero mis pasos no se detuvieron. Lo  vi bajo la luz de la luna. Era fuerte, valiente, tan hombre… Pero sobretodo, era un héroe. Lo miré, me miró; hizo un gesto afirmativo. Corrí hacía sus brazos. 

 

Al día siguiente me despertó un agudo dolor de cabeza, era como si miles de agujas se me clavaran en el cuero cabelludo. Al abrir los ojos me di cuenta que era mamá estirándome del pelo. Así pasó marzo, entre sangre de compadres, noches ardientes a la luz de la luna y de humillaciones de mamá.

 

El diez de abril irrumpió en el pueblo un soldado de Zapata. El hombre estaba escuálido, sudoroso y con una expresión indescriptible en sus ojos. Hizo llamar a todos los habitantes de la aldea; entrecortadamente y abatido dejo caer la noticia: Don Emiliano Zapata ha muerto esta mañana. Fue una trampa cruel y fatal. El general Carranza le propuso una alianza, y aunque muchos le decían que no accediera, Zapata y sus soldados fueron a la hacienda donde estaban citados. Al entrar al patio con sus caballos, Zapata se dio cuenta que estaba rodeados de hombres armados y que le habían tendido una emboscada. De inmediato le cayó una lluvia de balas. Dijo también que Zapata no tuvo tiempo de sufrir; en pocos segundos, su cuerpo estaba lleno de plomo. Al oír esto, la esposa de Emiliano no aguanto más y cayó desmayada. Hubo gritos, lamentaciones y más desmayos. Era el fin… El fin de la esperanza, el fin de un pueblo, el fin de un gran hombre. Al día siguiente trajeron su cadáver entre un coro de voces que gritaba “¡Zapata no ha muerto!”, “¡Zapata vive!”.

 

La mañana del catorce de abril fue húmeda. Olía a vegetación mojada. Salí de mi choza y alce la vista al cielo. Nubes negras lo cubría. Fui hacía el granero y cogí una cuerda y una banqueta, me encaminé al río. Allí elegí el árbol más hermoso que había y puse la banqueta debajo de una rama que parecía fuerte. Me subí y ate fuertemente la cuerda a la rama. Al otro extremo hice lo mismo pero dejando una cavidad lo suficiente grande como para que mi cabeza pasara por ella. Me acerqué al río y me lave la cara. Cuando se calmó el agua vi el rostro de Zapata en el fondo. Con lágrimas lo observé hasta que desapareció la imagen. Fui a la banqueta y subí en ella. Me puse la soga al cuello; a lo lejos se oían voces que gritaban “Tierra y libertad”· Salté de la banqueta. Mis pies luchaban incontroladamente en el aire. Y de pronto escuché una voz que me decía dulcemente. Relájate. Ya no sientes nada. Nada. Estás volando...

 

La mañana del catorce de abril, cerca del río había un cuerpo inerte balanceándose colgado de un árbol.

 

Morelos, abril de 1919.  Tiempos de revolución y muerte.

 

Pili Egea

 

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